El paso de Drake

“ Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo…”

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

Años después, el corsario Francis Drake habría de timonear, a contracorriente, el estrecho más austral que conocemos. Magallanes bojeó primero al gran Sur buscando las grietas del continente, allí donde la tierra se escurre en lágrimas precipitadas hacía un abismo blanco, secretos encerrados entre montañas taciturnas y silentes. Y no me extraña. A pesar de que nuestro buque de investigación oceanográfica Hespérides posea una planta de tratamiento de basura, el oleaje de catorce metros que las maderas del Golden Hind soportaron impide el paso hasta a feroces rompehielos y mientras nosotros nos mirábamos trabajar, Ushuaia quedaba atrás en el horizonte y el Hespérides que avanzaba, el Hespérides

Navegamos las aguas del sur durante una semana exacta antes de divisar a los lejos las islas Shetland. En estos mares no existen las gaviotas para anunciar la cercanía a la tierra firme, porque no hay tierra firme. “Si usted tiene suerte encontrará alguna isla donde encallar”, sentenció el capitán. Pero en el vasto paisaje marino es imposible olvidar lo que dentro del continente se obvia. Afuera hay agua. Erróneamente pensamos que el mar se acerca a lamer la piedra firme y rasposa de las playas nórdicas, o la blanca arena del Caribe pero es la tierra quién se acerca al mar, es al mar a quien pertenece la tierra. Durante seis días no vi más que aguas oscuras a mi al rededor. El equipo científico que se dirigía a tomar muestras geológicas a las islas explicó que el color del mar varía en función a la profundidad y temperatura del agua.

En la monotonía del barco, mecido, siempre por un oleaje, constante y de cadencia rota, los demás jugaban a las cartas en su tiempo libre. Los marinos tenían una rutina iterativa y precisa. A las 6:50 despertaban cinco cadetes encargados de hacer un reporte de las provisiones restantes, que a las 8:00 estaría en manos del segundo oficial y a las 8:15 al lado de la taza de café del capitán. Después el resto de la tripulación se trasladaba al comedor. Contrariamente a lo que se podría creer, dos chefs se encargaban de crear un menú distinto todos los días. Los psicólogos a bordo destacaban la importancia de la variedad para romper con posibilidades de depresión o aislamiento, y por eso si en el desayuno de ayer se habían preparado huevos fritos, al día siguiente habría avena cocida o jugo de naranja recién exprimido con tostadas. A las 8:30 todo el mundo estaba ya en sus puestos, incluyendo los relevos nocturnos que dormían durante el día. Dentro de la cabina de mando, tan sólo para maniobrar en línea recta, una veintena de hombres compartían datos relativos a la velocidad en nudos por hora y millas náuticas recorridas dentro del paso. A las 14:00 la tripulación comía por relevos y para las 18:00, ya se tiraban las cartas de nuevo “a menos que la meteorología no lo permitiera, pero estos son mares de la tarde”. Y así transcurrían la jornadas, mientras yo tomaba fotos y Cristina las editaba según los criterios estéticos que nos fueron encargados para el documental. A veces regresábamos al camarote temprano. Ella hablaba poco y cuando dormía, yo tomaba un libro que encontré entre los tantos disponibles para que la tripulación cure su hastío:

“En Inglaterra, Francis Drake gozaba de una reputación altamente noble entre la élite protestante. Más al sur, los imperios católicos le reprochaban sus servicios de corsario respaldados por Willem d’Oranje para financiar su campaña de reconquista en los nacientes Países Bajos. Pocos sabían sin embargo que Drake, por las noches y sólo en su camarote, sacaba de su bolsillo un pequeño saco de piel. Dentro de el, cargaba siempre una estatuilla de madera de roble con la forma esculpida de Neptuno-Poseidón, y a la vieja usanza se había hecho iniciar en los misterios litúrgicos de los dioses marinos de antaño cuando, después de asegurar un motín en los mares paganos, acudió a la provincia de Eucomonos. Por lo demás, siempre se declaró protestante, y en la tumba, se le enterró sobriamente y con los honores y usanzas de dicha religión.”

No era necesario prender luz alguna, pues la noche nunca llegó mientras recorríamos el mar. Un tono plomizo resplandecía a través de las ventanas cubiertas por gruesas persianas que buscaban reducir la luminosidad. Y así leía yo tal vez durante una hora o dos o tal vez sólo diez minutos, y más tarde, cerraba el libro, miraba el techo y conciliaba difícilmente algunas horas de sueño hasta que escuchaba a Cristina levantarse. En la cubierta, la encontraba haciendo fotos, buscando algún paisaje interesante o haciendo estudios con la luz. La mayoría de las veces sus esfuerzos fueron en vano. Había poco a nuestro alrededor y comenzó una serie de tomas deliberadamente costumbristas sobre la murria vida dentro del barco. No fue sino hasta el cuarto día en que pudo fotografiar a una ballena Minke, o tal vez Franca Austral. Cristina sonrió. Ambos ansiábamos la tierra firme.

Navegamos las aguas del sur durante una semana exacta. A babor, la isla de la Decepción. El radar del Hespérides la reconoció desde hacía varias millas. En el mapa, esta isla formada por erupción volcánica es una hebilla abierta al sureste con los fuelles de Neptuno, puerta de entrada a la bahía de Foster. Estábamos oficialmente circundando tierras antárticas. Para acceder a la bahía era necesario costear la isla varias veces hasta que la marea permitiera el paso. En estas tierras de pureza, la naturaleza se encarga de recordar al hombre su humilde lugar al obligarlo a pedir permiso para franjear cada nueva etapa de su viaje iniciático. Después de seis horas concluimos el rito. La cubierta roja del Hespérides rompió por fin con la paciencia de Neptuno y a estribor, enormes piedras se alzaban sobre nosotros rociadas de nieve. Cristina tomaba fotos de la bahía de piedra negra. Desde los fuelles, la isla constreñía al mar provocando una opresión contraria a lo que conocimos los pasados días. Pero el mar de Foster es, en realidad, un cráter de volcán apaciguado por el mar, y entonces no se sabe qué es peor, si la inmensidad del mar o la estrechez de la bahía que lejos de ofrecer seguridad, emana la soledad y brusquedad de la piedra volcánica; colores absolutos, acromáticos, muertos en vida que contienen la paleta completa de tonos o por el contrario su ausencia. Una vez dentro, el buque se ancló a varios metros de la costa.

Navegamos las aguas del sur. La luz es blanca pero el sol no aparece. La naturaleza habla a través de un polvo blanco que esconde el panorama como un velo luminoso y por minutos se retira para desnudar al paisaje sobrio, alimentando esperanzas. Estamos en la costa. Estamos en la base. Sopla el viento con chillidos tristes y gemidos de almas que conocieron el orgullo y la aventura en tiempos pasados. Llevamos días en la isla y las piernas aún tiemblan con el ritmo del oleaje. Hoy desperté sobresaltado. Creí ver el techo de mi camarote en el Hespérides derrumbarse sobre mi, dejando caer huesos roídos y cráneos rotos. Y al bajar los pies de la cama, lentamente, caí en cuenta de que todo fue un sueño pues aquí no hay roedor alguno para roer, no hay buitre alguno para arrancar la carroña. Por la ventana miro la eterna piedra volcánica que deshace la bota del hombre y que no se erosiona, y si se erosiona se renueva con magma fraguado en los profundos crujidos incandescentes de la tierra. ¡Oh, vapores de azufre y plomo por doquier, islas del sur, inhumanas bestias del exilio! ¿Dónde termina este infierno de perfección? ¿Hasta donde llegará la pulcra naturaleza, el aséptico castigo de los dioses contra sus hijos sublevados? El recuerdo del camarote me persigue a donde sea que vaya a donde sea que mire. Me siento con la cámara entre las manos para fotografiar a los científicos tomando muestras de la costa y en la pantalla de mi artefacto veo un extraño objeto oscuro aparecer al fondo de la fotografía. Al levantar la mirada, la luminosidad ciega al ojo, la cámara es el único verbo con veracidad. A primera vista una forma poco geométrica cubría una parte de la imagen, ¿sería tal vez nuestro primer encuentro con la fauna del lugar? Indico al resto del equipo mi descubrimiento, me miran sorprendidos. Es lógico que la bruma esconde al objeto, vayamos hacia allá. No, eso es imposible, aparece muy grande en la fotografía. ¡Amplía, amplía! Amplío la imagen, la forma desaparece. El equipo se desplaza hasta la zona donde parece yacer el objeto. El viejo casco de un galeón inglés se revela ante nuestros ojos, el viento sopla. En la popa resplandecía su nombre. GOLDEN HIND. Dos militares que nos acompañaban entraron primero. Los seguimos. La madera del castillo de proa crujía pero estaba intacta, la cubierta estaba abandonada. El velamen y el bauprés estaban recogidos. Al fondo, los camarotes. El equipo me pidió fotografiarlos dentro del barco. ¡Qué pedazo de descubrimiento! De mi bolsillo del pantalón, intentaba sacar el parasol de la cámara, mi mano buscaba entre diferentes objetos y por fin tomo uno de textura desconocida: una pequeña bolsa de cuero. La abro con sorpresa, y aparece la estatuilla de Neptuno-Poseidón. Après l’homme, le Horla dijo Maupassant, après l’homme, le Horla

Afuera, a un lado de la costa, Cristina fotografiaba el barco. Acercándome hacia ella, veo directamente su objetivo apuntando hacia mi. Con una cara lívida, se aleja mientras avanzo paso a paso hasta llegar a donde se encontraba ella primero. El viento sopla pero el agua no se mueve: mar de Foster, gran espejo circular del sur. Con la cabeza inclinada hacia el agua, me miro al espejo tan solo para percibir la silueta del corsario Drake esbozándose sobre un fondo blanco albayalde.

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